Alfonso Martínez huyó de El Salvador perseguido por las pandillas Maras que lo querían asesinar. En la capital de su país, San Salvador, dejó a su madre e hijo de 12 años de edad.
Su travesía desde Centroamérica inició hace más de un año. Cruzó la frontera México – Guatemala a través de las balsas en el río Suchiate.
Ahora vive en una colonia localizada al oriente de Tapachula junto a otras ocho personas, siete salvadoreñas y una guatemalteca.
Hacinados en tres recámaras y la parte de la sala, tienen que soportar estas condiciones para poder tener un sitio donde pasar la noche y despertar sin temor en las calles de la frontera sur.
Todos pasaron por albergues para migrantes de la localidad, sin embargo las políticas de dichas estancias no les permitieron permanecer muchos días y fueron expulsados, echados a la calle sin tener a donde ir.
Alfonso es uno de los tantos casos que a diario se pueden encontrar en municipios de Chiapas fronterizos con Guatemala.
El flujo migratorio de cubanos y africanos cesó a mediados de 2017 y principios de este 2018, pero la oleada de centroamericanos provenientes del Triángulo del Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) se ha mantenido y está convertida en una crisis humanitaria que muchos ven, excepto los gobiernos.
La pesadilla que viven cientos de centroamericanos que huyen de sus países no termina en México. Llegan y se topan con una realidad distinta a la que veían en televisión o leían en revistas. La falta de empleo los convierte en una población flotante susceptible a caer en manos de criminales.
Así como Alfonso, otras nueve historias de vida se cruzan en esa misma casa.
Mensualmente, cada pareja tiene que desembolsar 800 pesos que en total suman 4 mil pesos. Sin embargo, la obtención de ese recurso es un viacrucis porque tienen que salir a obtener ese dinero, emplearse como guardias de seguridad en tugurios con sueldos raquíticos que apenas les alcanzan para comer.
Gabriela, una mujer nativa también de San Salvador, se hizo novia de Alfonso. Ella trabaja como mesera en un antro y abandonó a su hijo, madre y familia. Entre los dos reúnen el dinero al final del día para poder alimentarse y sostenerse.
A diario, sus comidas consisten en huevos, tortillas y, si bien les va, frijoles.
“Desde que salimos de nuestros hogares sabemos que venimos a tratar de sobrevivir. En mi país tenía trabajo en una ensambladora, pero no sabía si llegaría vivo al fin de semana porque las pandillas amenazan con matar”, relata Alfonso mientras toma de la mano a su acompañante.
Ahora lo más cercano que ambos tienen de su tierra, son los paisanos que encuentran en la calle y que tanta alegría les da ver que no están solos en este andar.
ESTIGMA Y CARENCIAS
Cristian y Gabriela es otra pareja que también tuvo que huir de su natal El Salvador. A él muchas veces le pasó por la cabeza reclutarse en las Maras, matar y robar en su país a cambio de que dejaran en paz a su familia.
Recuerda con exactitud el miedo que sentía de saber que sería un “matón”, pero por fortuna nada de eso pasó gracias a los consejos de su madre que le pidió que saliera del país. “Mejor pobre y jodido, pero sin cargos de conciencia”, afirma.
Gabriela es la mayor en la relación. Tiene 21 años. Acepta que se ha encargado de la manutención de Cristian, aunque esto represente jornadas laborales que rebasan las 12 horas en un bar de la localidad.
Pese a todo el castigo que representa conseguir algunos pesos, ella se adjudica la responsabilidad de proveer de comida a su “esposo” que es menor de edad.
Aunado a las carencias que tienen, todos los días tienen que cargar con las etiquetas que la sociedad mexicana les coloca.
Para Luis Rey García Villagrán, director del Centro de Dignificación Humana en Tapachula, el prejuicio hacia el migrante centroamericano es una connotación social muy marcada que impide la incursión social de los extranjeros en Chiapas.
Gran parte del problema, señala, lo fomentan las mismas autoridades que han dejado de realizar operativos para iniciar viles cacerías de centroamericanos y personas de otras naciones que llegan a la frontera sur.
“Para el INM todos los colombianos son presuntos narcotraficantes, todas las hondureñas son meseras, todos los salvadoreños son pandilleros en su mayoría. Como Dignificación Humana hemos sido testigos de este tipo de discriminación que se da en la región”, apunta.
PERIPLO SIN RETORNO
Salir de Centroamérica para muchos representa el final de una vida en la tierra que los vio nacer.
Para la comunidad salvadoreña en México, regresar a su país es una sueño que nunca se realizará. Afirma que el gobierno está coludido con las pandillas y eso es lo que les permite cometer delitos de todo tipo sin que nadie las detenga.
En muchas ocasiones, centroamericanos han exigido a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y a la Agencia del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), se aceleren los trámites para la solicitud de refugio en la frontera sur de México.
Pese a toda la pesadilla que viven en México, los extranjeros no tienen opción y prefieren aguantar hambre y carencias que morir.
Cuando se les interroga cuándo volverán a casa, la respuesta siempre es la misma y con la mirada extraviada en recuerdos: nunca.