La señora Marisela tenía 89 años de edad, era originaria y vecina de un pequeño pueblo de no más de 800 habitantes, ubicado en el municipio de Purísima del Rincón, hace dos meses murió por Covid, a pesar de que ella nunca salía, uno de sus hijos la contagió y ahora el resto de la familia se lo reprocha, lo que ha ocasionado una división entre ellos.
Su rutina
Marisela nunca salía de su casa, un rancho ubicado en la zona más alejada de la comunidad. Su rutina era levantarse a las cinco de la mañana, de lunes a domingo y preparar café de olla, para su esposo, hijos, nietos y demás trabajadores del establo lechero de la familia.
Luego preparaba el almuerzo para todos, salsa de molcajete, frijoles de la olla o refritos, nopales y hasta tortillas hechas a mano, adornaban su mesa todas las mañanas.
Uno de sus hijos, Rodrigo de 45 años, divorciado y quien trabaja en una empresa de máquinas para calzado, viaja constantemente y tiene una nueva pareja, ella lo contagio de Coronavirus, pero él no tomó ninguna medida ni precaución.
Felices en navidad
La familia celebró las posadas y la Navidad, incluso hasta el año nuevo. “Mamá Mari”, como le decían sus nietos, ayudó en la elaboración de tamales y buñuelos que se degustaron esas noches. Nadie imaginaba que tres semanas después, moriría.
Pasando el festejo de Año Nuevo, terminaron las vacaciones, todo mundo regresó a sus labores y una semana después, Rodrigo viajó por cuestiones de trabajo y al volver, visitó a su pareja, quien estaba enferma de Covid. Ella lo contagió y luego visitó a su mamá, contagiándola.
Marisela comenzó a sentirse mal el día sábado 9 de enero, tan solo cuatro días después de recibir la visita de su hijo. Fue llevada a un hospital en Manuel Doblado, donde le hicieron una prueba rápida, que salió negativa, pero que presentaba todos los síntomas. Los doctores le recomendaron reposo.
La última semana
El lunes, su situación se agravó, pues ella padecía diabetes e hipertensión, por lo que nuevamente le hicieron una prueba cuyo resultado sería informado cinco días después.
Ahí empezó su calvario y su final. Las noches se hicieron días, ella no dormía y le faltaba la respiración, primero fue uno, después dos y el último día fueron tres tanques de oxígeno los que tenía conectados y aún así, sus pulmones sólo recibían el 5 por ciento.
Su estado de salud fue haciéndose deplorable cada vez más, incluso, el doctor del centro comunitario más cercano, tenía que ir a revisar hasta su domicilio, tres veces al día durante los últimos días.
El final
A las once de la noche del sábado 16 de enero ella murió luego de una larga agonía desde las dos de la tarde. El mismo médico acudió y certificó su fallecimiento. Su familia presente quedó en shock.
Algunos lloraron, otros tenían la mirada perdida en ella y unos más estaban afuera de la habitación, en la ventana buscando respuestas y preguntándose si eso era realidad o una pesadilla. “Ella no debió morir”.
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Lo difícil fue lo siguiente. Una de sus hijas habló a la funeraria y mintió, diciendo que no había muerto de Covid-19, aun así el personal funeral llegó preparado. La impotencia, el coraje y la tristeza de verla salir en un ataúd de cartón, no es posible de describir.
No hubo velorio ni funeral. Dos días después sus cenizas llegaron al rancho, a su casa que tanto quería y en la que estaban sus queridas flores y plantas, su huerto, su rancho. Un altar improvisado con flores y su fotografía, acompañan su urna hasta ahora.
Familia dividida
Su familia está dividida. El resto de sus hijos, recriminan a su hermano no haber tenido la precaución y evitar contagiarla, le dicen que nunca debió visitarla, debió cuidarla. No han dejado de hablarse, pero existe cierta distancia, no hay convivencia y el resentimiento parece que los acompañará por tiempo indefinido. Su esposo, compañero de vida por 70 años, parece ajeno, siempre está dormido o sale a caminar por su rancho, pero no habla con nadie, solo saluda, sin conversar.