A la distancia los recuerdos se van perdiendo, se diluyen en un mar de confusiones y de versiones, más que de historia; hoy, entre las exageraciones de los números que fueron aumentando entre la fantasía y el hacerse notar. Pero para esto también hizo falta la información, el ir viendo los diarios de muchos lugares.
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Le informamos que las aguas subirán entre 30 y 40 centímetros, una costalera bastara para evitar que el agua entre a sus casas, una y otra vez repetía un auto Safari blanco con una bocina en su toldo, de a poco veía pasar a gente corriendo por la calle otros en bicicletas con los rostros desencajados.
La luz se fue a la una de la tarde de ese sábado 18 de agosto de 1973. Mi padre sacó su radio de transistores, ya no estaba al aire la XEWE, sintonizó la XEBO. “Vayan a sus casas, la presa ha reventado”. Con los pies ya mojados llegaron mi hermana Oralia, con cara de susto; mi hermana María Auxilio llego con su hija Rocio en brazos, ya con el agua a las rodillas; mis otras hermanas, Leticia y Judith, ya estaban en casa.
Mi señor padre sacó su escalera de madera y la puso sobre el patio hacia la azotea, las casas eran de un solo piso, en ese momento mi papá se acababa de jubilar de la Cigarrera El Águila y no hacía mucho había adquirido en esa casa en Xicoténcatl, en el Barrio de la Salud; tras décadas de rentar, tenían su propio hogar mis padres.
Volteé de nuevo a la ventana y el agua empezó a entrar por ella, tomé la mano de mi sobrina, que era casi de mí misma edad. “Papá, papá, está entrando el agua por la ventana de la sala”. Mando a mis hermanas por delante y a mi mamá, doña Minna, por delante, me cargó y yo tenía el mayor miedo que puedo recordar. Me dejó en brazos de mi madre y volvió a regresar al corral, abrió las jaulas de los palomos que crió hasta entonces. Mi perro, “El Duque”, lloraba encima del lavadero, había logrado llegar ahí, estaba desesperado.
“Papá, El Duque”, yo le gritaba. El perro subió a su espalda y cuando agarró la escalera para subir, el agua estaba subiendo a la altura de su pecho.
Y empezó a llover y el agua a subir, mucha gente que tenía por techo vigas de madera y tejas de cartón enchapopotado o de barro gritaban a lo lejos: “Don Jesús, don Jesús. ¿Le puedo llevar a mis hijos?”. “Vengan todos”, gritaba mi papá, “vengan”, Y empezó el ruido más espantoso que puedo recordar.
Tronaba el cielo y un crujido parecido a un trueno, “Es la casa de don Juan, el tendero, ya se cayó”. Y empezó a llegar más gente. 80 calculó mi mamá, entre adultos y niños.
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Los helicópteros surcaban el cielo, unos verdes. Decía mi papá que eran de militares, solamente nos observaban y se iban; otro era naranja, años después me enteré que fue de una televisora que filmó el desastre. Para entonces ya estaba oscureciendo en las sombras y mojados, mi mamá me pedía tratar de dormir, mi sobrina y yo nos abrazábamos, pero el frío era mucho más, los truenos en el cielo cada tanto iluminaban la noche, pero el otro crujido, el de las casas al caer, era el que causaba gritos y llanto, la casa de alguien que estaba ahí en ese techo caía ante la impotencia de sus dueños.
A esa hora, mi papá saco su radio de pilas. Nada. Estática solamente. Hasta que encontró la LG, de León, y en ese momento se oía “Las casas de cartón”, que siempre pensé que eran Los Bukis, pero en ese año la versión era de Los Guaraguao, pero esto lo supe hasta muchos años después.
A las cuatro de la mañana dejo de llover y pude dormir. A las nueve de la mañana del domingo oímos unos gritos. “María, María”. El esposo de mi hermana María Auxilio (+) estaba agarrado de una de las ventanas de la casa, gritando y preguntando si su esposa estaba ahí y si estaban bien ella y su hija. Mi madre se acercó a la orilla y levanto a la niña en brazos a lo alto para que la viera y subió o lo ayudaron a subir.
Ya ahí nos contó que había salido de la calle 8 de Mayo desde las tres de la tarde del sábado hacia la calle Xicoténcatl. Le tomo 18 horas llegar hasta nuestra casa. En ese momento se acercó mi hermana Leticia y me dio dos galletas aún medio húmedas y me las comí.
Eso fue mi comida hasta el lunes que el agua aún llegaba a las rodillas. Ya durante el lunes, no sé quién puso la escalera en la calle, pero empezamos a bajar de uno en uno; los niños lloraban y las señoras también.
Mi madre, por igual, pensaba en sus padres que vivían en la calle de Corregidora, Barrio de Santa Anita, se habían ahogado. Para entonces, mi abuelo Santiago ya tenía una lesión crónica en su tobillo derecho que le impedía caminar bien, pero horas después nos enteramos pudieron llegar a la Notaría del Templo de Santa Anita.
Bajando la última persona de la casa en Xicoténcatl, cayó el techo. Empezó entonces el verdadero trabajo. Mi papá fue a pedirle a la Señorita Josefina Acosta, familiar de don Genaro, el permitirnos quedar en su casa de la calle Guerrero.
Las filas para conseguir alimentos, al menos hasta inicio de 1975, fue la constante, fuéramos a la escuela o no.
Días después regresamos a la calle de mi infancia. Caminé y caminé y no pude encontrar mi casa; ésta había terminado por ser demolida junto con otras casas contiguas que habían ya sido derruidas por las máquinas de demolición. Hasta 1975 pudimos regresar a la casa de Xicoténcatl en dos cuartos que habían construido ya, todavía tomaría más tiempo el reconstruir la casa, que debía de ser de dos pisos, oía decir a mi padre.
No sólo eso, también ayudó a mi hermana Judith a levantar su tienda de estambres que estuvo en la calle Guerrero. Y con esto sólo puedo dar las gracias a mis padres y mis hermanas por ayudarme a sobrevivir.
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