/ domingo 6 de octubre de 2024

¿Todavía hoy vale la pena casarse?

La pregunta de los fariseos no espera una respuesta, sino que busca un motivo de acusación. Quieren poner a prueba a Jesús, y qué mejor que ponerlo en una cuestión candente, tanto de aquel tiempo como de ahora: el divorcio. Se basaba en una prescripción del Deuteronomio (24, 1-4) que buscaba proteger a la mujer y garantizarle una cierta libertad pero que, con el tiempo, en una sociedad machista, se había convertido en un arma para los hombres y se les concedía el divorcio con suma facilidad y denigraba a la mujer. Las razones para despedirla eran ridículas: si la mujer dejaba quemar la comida, si el hombre había encontrado otra mujer más atractiva, o bien, razones más fuertes como el caso del adulterio de la mujer, entre otras.

La respuesta de Jesús no pretende salvar al matrimonio recurriendo a tecnicismos legales o condenando a quienes se encuentran en tan difíciles situaciones. Jesús vuelve a proponer el matrimonio como se presentaba en la aurora de la creación. El proyecto divino respecto al matrimonio es un proyecto de amor, de vida, de armonía, de luz y de unidad. El encuentro del hombre y la mujer es el cara a cara de dos sujetos de igual dignidad, cada uno “insuficiente”, pero que se completa plenamente en el don de sí mismo, en la donación recíproca para la alegría del otro. El amor que realiza a la persona es indisoluble, pero no en la trampa de una obligación externa, sino en una especie de necesidad interna. Por desgracia, en lugar del grito gozoso de Adán: “Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne”, como un canto inicial de apertura y encuentro, ahora les presentan a Jesús la exigencia de “un acta de divorcio”, como si esto pudiera sanar el corazón lastimado del ser que ya no se quiere. La poesía espontánea de los orígenes se apaga para dar lugar a las normas jurídicas; la gratuidad se transforma en cálculo y egoísmo.

En la primera lectura, el Génesis nos hacía la afirmación: “No es bueno que el hombre esté solo”, y nos presentaba a Dios preocupado por hacerle una ayuda semejante a él. Le había ofrecido las maravillas de su jardín y toda la grandiosidad del universo, pero el hombre necesitaba alguien igual a él. El hombre en estado de separación no puede gozar de la propia felicidad. Cuando Cristo da la respuesta a los fariseos pretende reencontrar la unidad y la armonía perdida: el hombre no debe separarse del proyecto divino. No busca razones legales, sino ponerlo en una perspectiva más profunda. No se trata de casuística, sino de razones del corazón: “Por la dureza del corazón…”. La dureza del corazón es la que no permite abrirse a la pareja. La dureza del corazón es la que obliga al otro a acomodarse a nuestros caprichos. La dureza del corazón es la que lleva a hacer cálculos y ventajas personales. Y se pone el mismo Jesús como ejemplo (segunda lectura) que ofrece una solución a este problema: la Pasión de Cristo, que es el camino para llegar a la gloria, nos recuerda el precio de la fidelidad. Cuando hablamos de amor, al estilo cristiano, no podemos quitarnos de la mente la imagen del Crucificado que se ha entregado hasta del don total de sí mismo.

En este camino del verdadero amor nos falta mucho por recorrer. Al matrimonio se llega sin la preparación suficiente y sin el compromiso de una entrega total. Hay muchos condicionamientos que hacen que fácilmente se abandonen los sueños comunes porque no se han satisfecho las ambiciones personales. Hay muchos que abandonan antes de haber luchado. Pero también como Iglesia nos falta mucha más comprensión y acompañamiento a quienes, por una u otra razón, han sufrido una separación desgarradora y dolorosa, y que no encuentran caminos. Jesús tiene para ellos una palabra de amor, de aliento y nunca los deja solos. Nosotros tendremos que buscar diligentemente y con valentía caminos que hagan menos dura esa soledad.

¿Qué dice Jesús al mirar nuestras familias, las parejas y la forma de relacionarse? ¿Qué palabra nos diría a propósito del divorcio? ¿No hay divorcios de hecho, aunque sigan viviendo bajo el mismo techo? ¿Qué actitud tomaría Jesús con los divorciados o separados? ¿Cómo deben vivir su soledad? ¿Cómo podremos acompañarlos?


Obispo de la Diócesis de Irapuato

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